martes, 13 de julio de 2010

Carrera empantada

¿Hay que ser escritor para escribir? ¿o músico para cantar? ¿o crítico para hablar? No lo creo. Yo soy ejemplo de ello: tenaz intento de muchas cosas aunque ninguna plenamente exitosa todavía. Y puede que no este tan mal. Al fin y al cabo, ¿quien tiene una formación así?
Acá hace ingreso el ya celebre viejo sabio, afirmando: “estudiá para tener futuro, seguí una carrera”. Seguí una carrera. ¿No es acaso curioso que a todo tipo de formación universitaria o terciaria se le llame “carrera”? Una carrera con una meta clara, con competidores, con jueces que arbitran. Si si, ahora que lo pienso bien, eso es claramente una carrera. “Seguí una carrera”. Seguí en carrera (en la sociedad), quizás eso quería decirme subliminalmente el anciano. Porque los títulos son de algún modo rótulos, sellos, identificaciones para distinguir con facilidad en que le sos útil al mundo. A ver de qué molde venís, a ver para qué servís. Molde. Servir.
En fin, no es objeto de este ensayo el polemizar acerca del alcance de un titulo en la vida cotidiana, pero sí quizás reflexionar acerca de la sobreestima que se le tiene al  (futuro) “profesional” en el mundo actual. “Dime que estudias y te diré quien eres” Y si no estudias probablemente no eres. En esos términos se maneja el inconciente colectivo. Estudiar te da futuro, te ayuda a crecer, a pensar, te forma. ¿Es tan así realmente? ¿De donde proviene esa valoración excesiva del estudio? La educación, en todos sus niveles, es en cierto modo un elemento indispensable de dominación y de poder, puede que por allí encontremos una pista. Vivimos peleando por una educación pública y la libre accesibilidad para todos, como si eso asegurara independencia, o capacidad de reflexión, u opinión, o emancipación racional.  Basta un plan trabajar para dominar a cierto sector; a otros, mas toscos, es necesario engañarlos un poquito mejor, más sutilmente. De eso se trata, sospecho. Y créanme, no hay dominado peor que el que cree no serlo.
Siento, de todos modos, que me escapo una y otra vez por las ramas, aproximándome a cuestiones y temas que no son dignos de ser tomados a la ligera. Intentaré hablar de situaciones más terrenales, dejando de lado poderíos o imperios que ni siquiera somos capaces de imaginar (o constatar).  Si de carreras hablamos, entonces, alcanzar un título sería una especie de paridad, un empate con todos aquellos que igualmente llegan a la meta. Esto, con toda la mediocridad que conlleva un empate. Un empate es no tener ni siquiera la identidad necesaria para perder, es resignarse y saberse igual a otro. Es ir a lo seguro, es resignar el triunfo por temor a la derrota. Ese es el perfil profesional: moverse en un rango que no permite innovar demasiado, pero asegura el “no fracaso”. Al estudiar, de todos modos, no siempre se es conciente de todo esto, y después de varios años de quemar pestañas, uno empata (si termina) o se empantana en el camino. Y al fin y al cabo…, terminar empatado o no terminar es casi lo mismo, ¿no? “Empantados”.
El viejo, entre sordo y escéptico, me diría ahora: “¿pero qué propones entonces? La cosa ya funciona así!” Totalmente cierto señor, y lamento defraudarlo pero no voy a proponer nada. A veces con señalar algo es suficiente para que ese algo se redimensione o cambie su sentido. Yo estudié largamente una carrera universitaria, al punto de estar hoy casi recibido, y, aunque suene contradictorio, no me arrepiento de ello. Fue allí donde adquirí este pensamiento crítico y la total certeza de que la verdadera carrera transcurre afuera, una carrera que realmente se puede ganar. Lo positivo de la educación universitaria se obtiene, a mi juicio, cuando uno descubre todo lo que ella no contiene, todo lo que el sistema deja de lado, que es, paradójicamente, lo que te destacará como profesional. “Te enseña más con lo que no te enseña”.
Por eso, anciano amigo, no invito a desertar, sino a “insertar”: insertarle a ese molde todo lo que a uno lo hace una persona particular, inquietudes, elementos constitutivos de la personalidad y el estilo. Claro está, es indispensable tener una mirada transgresora, un pensamiento superador. Para vivir tranquilo, el molde es ideal, de hecho, ese es su objetivo. Pero si se quiere dejar algún rastro de existencia en este mundo, quizás sea necesario romper un poco con todo ello. Y eso que lejos estoy de ser un rebelde y/o revolucionario, o, mejor dicho, lejos estoy de ser un rebelde tal y como los conocemos. ¿Será que un verdadero rebelde transgresor es aquel que va inclusive en contra de aquellos que se autoproclaman rebeldes? A pensarlo…
Para desempantar, entonces, busquemos ganar. Los pantanos solo se atraviesan con voluntad, y la voluntad no es solo esfuerzo. No vengan con el cuento de que con esfuerzo todo se logra, el esfuerzo sin dirección no sirve de nada. La voluntad es apertura, es querer, es saber. Saber donde se quiere ir, o, en su defecto, al menos saber donde no se quiere ir.
Señoras, señores, a renunciar a los actos forzados y a renunciar a hacer las cosas por inercia, solo porque todos las hacen. Para encontrar la verdadera vocación, es indispensable admitir previamente cuales no lo son. Con el “empante” asegurado, ¿será tiempo de intentar ganar?