Vamos a dedicar unas líneas, no muy extensas
en lo posible, a reflexionar acerca de una frase de cabecera para el urbanismo.
Una que cruzamos a cada momento, que leemos por donde quiera que andemos. Una
verdad revelada que viene a iluminar la vida de seres inocuos carentes de
sentido de la orientación. Hablamos de nosotros, claro, ínfimos humanos desolados
en urbes de cemento. ¿Dónde estamos? Pregunta existencial si las hay. Tuvo que
venir un cartel con mapita a echar luz sobre esta sombra de la humanidad. No
somos capaces de alcanzar verdades tan profundas, de elevar a tales cielos
nuestro discernimiento. No podemos.
Las verdades absolutas, aquellas
inobjetables, imposibles de refutar, encierran una inquietante simpleza. ¿Cómo
algo tan difícil de pensar puede encontrar respuesta en una afirmación que roza
lo obvio? No somos dignos, claro está, de tal grado de síntesis. Ahora que lo
sabemos, que nos es revelada la respuesta a nuestra pregunta existencial, nos
reprochamos, nos achacamos no haberlo descubierto por nuestros propios medios.
“¡Qué
boludo, como no me di cuenta, la recalcada… de mi hermana!”.
El exabrupto se apodera de nosotros. No es
para menos. Un cartelucho de 90cm x 50cm, color amarillo, con un mapita que ni
siquiera se detiene a señalarnos el norte, recorte de vaya a saber que porción
de mundo, nos alumbra el camino a la verdad. Nos “canta la justa”.
“¿Para qué quiere saber, señor, donde está el
norte? Esa es una menudencia. Yo le vengo a hablar de algo más profundo, una
verdad digna de recuadro, algo que le servirá todos los días de su vida, donde
quiera que pose sus piecitos obtusos. Trasmitir este mensaje es, sin más, mi
razón de ser. No existiría si su desconcierto no fuera tal, mi almita de cartel
no tendría cuerpo. Venga, acérquese. Escúcheme y abra sus sentidos
como quien se sabe ante un inminente cambio de paradigma. Usted, señor…, usted
está aquí”
Y es así como sucede. El mundo conocido se
nos viene encima. La luz nos enceguece, la verdad nos abruma, nos aplasta
contra el asfalto. Ese cartel acaba de cambiar nuestras vidas para siempre.
Nunca más la locación resultará una incógnita. No, no, ya no más. Siempre,
siempre estaré aquí.
Sin embargo, quedarnos con esta verdad sería
leer el enunciado a medias. Nos dice, esta oración, mucho más. Nótese que
nuestro interlocutor nos trata de “usted”. O sea, no es una persona de
confianza, es más bien un respetuoso y amable desconocido. Nótese, también, que
nuestro interlocutor está en el lugar con nosotros, de otra forma nos diría
“usted está allí”. El tipo está ahí, a nuestra par, ahora lo sabemos.
Si recapitulamos, nos encontramos entonces en
un lugar que nos es ajeno (sino no habría necesidad de mapita y la mar en coche)
con un desconocido que nos trata con amabilidad y nos convence de que estamos
donde estamos. Y que estamos con él. Mmm, ya empiezo a desconfiar de su
amabilidad.
“Gracias.
Me podes tutear eh, que no soy tan viejo”
No le demos mucha cabida de todos modos a
este desconocido porque si, antes de decir "hola", arrancó con semejante reflexión, a la segunda cerveza será capaz de detallarnos cinematográficamente el
“big bang” y dar cuenta del sentido de la vida.
Llegado el momento, atónito frente al cartel,
es inevitable pensar que el autor de esta célebre frase debe de estar gozando
de un Martini en algún yate anclado en el Mediterráneo. El está allí, con su
propia vos interior que le dice “usted está aquí”, revelación que, copyright
mediante, le ha de haber valido millones. El está allí, en bolas tomando sol, y
nosotros estamos aquí junto a su nefasta creación: este cuasi sátiro cartel que
me quiere engatusar con un mapa con flechita recordándome implícitamente que
estoy solo, con él, y en un lugar desconocido.
Se ven
también, hoy día, versiones simplificadas al extremo y que quizás le han valido
algún otro dinerillo a quién las creó, aunque no creo que el suficiente como
para estar en bolas en el Mediterraneo. Por ejemplo: un mapa con una flecha que
a secas dice “vos”. Pasamos del respetuoso sabelotodo a la versión tumbera de este
semianalfabeto que no sabe conjugar una oración. Ni siquiera un “acá estas
vos”. Está bien, si me quejaba del otro que no me tuteaba tampoco puedo
reprocharle mucho a este energúmeno, pero que al menos hilvane una oración.
“fiuuu…,
ehh, voo, flacoo, vení, vení, mirá el mapita, lo junaste? Bueno, tengo algo
para decirte: vos.”
Acto seguido el cartel te pide un peso pa´ la birra, ante lo cual uno lamenta no haber comprado un bendito GPS para poder estar dialogando en ese mismo momento y lugar con una seductora gallega.
Ustedes estarán pensando: “A este no hay nada que le venga bien, ¿para
qué se acerca a leer los carteles?” Y puede que tengan razón. Son
irresistibles, lo confieso, no puedo dejar de leer carteles, de mirar esos
fascinantes mapas y de caer en reflexiones profundas respecto a los métodos
para hacer que el japonés con la cámara de fotos, los lentes culo de botella y
las sandalias rojas entienda donde carajo está parado.
Hay algo, sin embargo, que el magnate del
yate no contempló, y que bien podría valerme un yate a mí el haberlo notado y
explicitarlo en las siguiente líneas, a modo de cierre y despedida de este
glorioso artículo. Si la idea era que el japonés, tan lejos de su patria de
pecesitos y arroz, entendiera donde está posando sus sandalias niponas, más que
“usted está aquí”, el cartel tendría que decir:
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