Soy una persona prejuiciosa, lo admito, al fin, ¿contentos? Vaya mala palabra, prejuicio. No nos detenemos mucho a analizar su significado, solo sabemos que es algo malo, muy malo. Quizás es el momento de hacer cierta reivindicación, concédanme pues algunas líneas para desarrollar este alegato, y como quien dice “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”, no prejuzguen de antemano su contenido.
Partamos desde una premisa: el prejuicio es algo que se antepone al juicio, un paso previo. Estamos por llegar a una determinada instancia de juicio pero, antes de ingresar en ella y seguramente sin la “imparcialidad” que dicha situación supone, nos aventuramos a juzgar de antemano. En este punto ya inferimos una verdad: el prejuicio evita el juicio. Apa, ya les empieza a gustar…
Nunca, sin embargo, se entiende al prejuicio de esa manera. El prejuicio es para la sociedad una acusación sin pruebas ni datos que la sostengan. Esto es parcialmente cierto, porque el común de la gente no sabe prejuzgar. El prejuicio es un arte digno de seres con alto nivel de receptividad, capaces de deducir características de situaciones y personas con las que se lleva escaso o nulo contacto. Esas características extraídas pueden ser completamente válidas si atienden, como les decía, a la gran faceta perceptual del “prejuzgador” profesional.
En el establecimiento de relaciones puede que esté la clave. Personas y hechos remiten constantemente a otras personas y hechos conocidos y/o atravesados previamente. Sus consecuencias, entonces, muy probablemente también terminen remitiendo a ello. Si fuimos testigos de un fracaso, ¿por qué volver a intentarlo si las condiciones iniciales son exactamente las mismas? Y la historia, personal como colectiva, créanme, es prácticamente cíclica: se repite una y otra vez disfrazada de futuro. ¿Acaso hay mejor ejemplo que la clase política argentina y la inestabilidad del país? A cada artificial veranito le ha de sobrevenir un crudo invierno, una y otra vez.